kamenszain
Tamara Kamenszain
Entrevista
realizada entre julio y agosto de 2010
¿Cómo se instala el
lenguaje en tu poesía?
Hablando del palabrerío te diría que trato de que el
lenguaje no sea el protagonista, trato de que no se imponga con su brillo.
Pediría, parafraseando a Celan, “Rabino, circuncídame la palabra”. ¿Qué quiero
decir con esto? Yo vengo de una generación donde, por razones muy atendibles
para la pelea que librábamos en ese momento, el lenguaje tenía que tener un
lugar central porque había que rescatarlo de su condición secundaria de
simple vehículo de la comunicación, tal como se daba, por ejemplo, en la poesía
política de la época. Logrado eso, te diría que el peligro después fue la
entronización de la palabra como si tuviera un valor en sí, por fuera de la
estructura. Como si hubiera palabras más poéticas que otras o incluso
construcciones sintácticas más válidas que otras. Creo que cada vez que algo se
entroniza hay que salir a demolerlo. Aunque se trate de nuestra herramienta
privilegiado: el lenguaje.
¿Cuál es tu afinidad
con el neobarroco? ¿Por qué la inclusión de ‘lenguajes bastardos’ en tus
poemas?
Bueno, creo haberlo explicado un poco en relación al
hermetismo, que fue una de las premisas que me unió al neobarroco. Pero hay
otras: la inclusión de lo coloquial, de lo narrativo entre comillas, es decir,
de la posibilidad de jaquear una narración escandiéndola mientras al mismo
tiempo se la mantiene viva en el poema. La inclusión también y sobre todo de lo
latinoamericano más colorido, es decir, de lenguajes no tan blanquitos como los
que nos legó la tradición argentina a
través de una poesía que tendía mucho a la reflexión, a la abstracción
incolora, a lo que se daba en llamar metafísica. El neobarroco tenía esa cosa
paradójica de ser al mismo tiempo difícil y popular.
¿Cuál creés es el
legado de Perlongher?
Justamente, hablando de difícil y popular te diría que
Perlongher es la primera gran mezcla que dio este país, en poesía, entre Boedo
y Florida, porque en narrativa creo que fue Arlt. O sea, Perlongher fue un
escritor de esos que disuelven los binarismos. Por eso es tan importante que él
haya rebautizado el neobarroco como
neobarroso, yo leo esa vuelta de tuerca en relación al barro pero
también, y como lo mismo, al barrio –sobre todo si pensamos en el referente del
Gran Buenos Aires, tan transitado por él. Por eso ahora ya digo, medio en
chiste y medio en serio, que podemos volver a rebautizar el neobarroco y
llamarlo “neoborroso”. Borrar todavía más los dualismos, evitar permanentemente
las dicotomías forma-contenido que con diversas denominaciones –sujeto-objeto,
enunciado-enunciación, etc.- fueron
instalándose históricamente en las prácticas literarias. Daría cualquier cosa
por saber qué escribiría hoy Perlongher
si viviera, aunque es bastante fácil rastrear sus huellas en los escritores de
los 90 y eso ya da una idea de la que hubiera sido su deriva.
Sigamos con tu obra. En
De este lado del Mediterráneo, la
figura del abuelo funciona como origen. ¿Cómo fue revivir las experencias en tu
poesía? ¿Cuánto influyó tu abuelo en tu vocación?
Mi abuelo era un mistificador nato. Todo lo agrandaba, lo
ficcionalizaba, desde los relatos bíblicos hasta los biográficos. Cómo vino la
familia en barco desde Rumania, cómo Moisés sacó a los judíos de Egipto, cómo él
y mi abuela empezaron en las colonias agrícolas de Entre Ríos con una gallina
que les regalaron, en fin, todo era un buen pretexto para estimular la narración
oral. Creo que por eso De este lado del Mediterráneo
se sitúa en esa indeterminación de género entre narrar y escandir. Una
indeterminación que nuestra generación mal llamó “prosa poética” y que en
realidad es algo así como la indecisión adolescente acerca de qué carrera elijo.
Muchas veces se ha
calificado la poesía de La casa grande
de hermética. En esos claroscuros ¿trazás un paralelo entre la cábala y la
poesía hermética?
Creo que la moda de lo hermético –porque en cierto sentido
fue una moda- tuvo que ver con una dicotomía de la época: escribir claro
consistía en “pasar un “mensaje”, es decir, en tomar a la poesía como un
vehículo para decir algo importante, ya sea desde la política, desde la
metafísica o desde cualquier instancia llamémosla “religiosa”, que fuera. Para
los que considerábamos que esto era reduccionista, uno de los modos de
resistencia consistió en velar el lenguaje, forzar la gramática, como diciendo
miren lo complicado que es el proceso de escribir, no todo es contenido,
también está el modo de enunciar. Tal vez eso se puede asociar –por lo menos en
mi imaginario- con una especie de actitud cabalista entre comillas. Como si
pensara que la Biblia nunca es el cuentito que leemos –el que mi abuelo ya
complicaba- sino que amerita distintas lecturas posibles –la Mishná, el Talmud-
que forman una espiral que llega hasta
su vuelta más hermética: la cábala.
En tu primer
libro, De este lado del mediterráneo, el yo lírico está en familia. Posteriormente,
a la altura de Tango Bar, aparece
solitario. ¿Podrías explicar el tránsito del yo lírico?
A una antología de mi poesía que está por salir en Alemania
le puse de título un verso de Vida de
living: “Perdidos en familia”. Ahí estaría lo paradójico: siempre en
familia pero siempre perdido, solo, esa es la oscilación que va recorriendo el yo
lírico en mi poesía. Encuentros y desencuentros pero siempre en presente, no
como evocación edípica de lo familiar o como reivindicación o lamento por la
soledad. Hay un intento de ubicarse, como decía Enrique Lihn, “en situación”,
sin abstracciones, pisando la circunstancia.
La casa se alza como
entidad cultural. ¿Por qué la elegiste
como símbolo de testimonio social? ¿Cómo es volver a la casa después de caminar
largo tiempo?
Parece ser, por lo menos lo dicen mis críticos, que habría
una trilogía entre La casa grande, Vida de living y Tango Bar. Se trata siempre de una casa sin techo, porque la que la
habita se construye también un resquicio para volver a huir de ahí, nunca hay
algo fijo o definitivo. Ya en El Ghetto
esa casa es una carpita en el desierto que se vuela con cualquier viento. Es el
toldito bajo el que es posible casarse para la religión judía. O sea que una
casa es un casamiento, así sea precario, es un encuentro con el otro. Es salir
de la “torre de marfil” de la poesía para construirse un ranchito a la
intemperie. Está siempre lo precario
–que es el viaje, el exilio, la movilidad- y la vuelta para fijar los andamios
del habitat. Son dos figuras que trasmigran una en la otra. Y volver a la casa después de caminar, es
plantar el libro, acogerse a él. El libro-casa que nos tiene cazados (cansados
también de tanto palabrerío…)
En tu ensayo sobre la
poesía de los ’90, Testimoniar sin
metáfora, narrar sin prosa, escribir sin libro, hablás de ‘libros chiquitos, menores, sin adultez’. ¿Cómo
ves el panorama actual de la poesía argentina? ¿Qué cambios se produjeron,
según tu lectura, desde los noventa a la fecha?
No sé, no me informé mucho de lo que vino después de la
generación que empezó a publicar en los 90, creo que los más jóvenes todavía no
se impusieron como para poder decir algo sobre ellos. Pero, como siempre, es
claro los que vienen intentan sacarse de encima a los que los preceden –el
famoso “matar al padre”. Me huelo que van a haber algunas vueltas hacia
instancias anteriores (como vueltas a usos de la retórica más tradicionalmente
poéticos) Lo que espero es que no sean vueltas “reaccionarias”, de esas que
quieren volver al estado de cosas tal como estaban antes de cualquier
revolución, sin integrar las rupturas.
¿El intimismo es
condición necesaria para el poema?
Si entendemos intimismo como la actividad de ese sujeto de
la experiencia que es garante del espacio no ficcional que llamamos poesía (ese
que Kate Hamburger llamó “yo lírico”) creo que sí, que es condición ineludible.
Pero si entendemos intimismo como la expresión confesional de un yo que no
puede más que aludir a la representación de su propia autobiografía, creo que
no es condición necesaria. La poesía es un género del presente, o mejor de la
presentificación del presente, en ese sentido se relaciona con la intimidad en
cuanto el sujeto de la experiencia que se niega a crear una ficción -ese otro género que se
relaciona con el pretérito, con el “había una vez”- está traspasado por la
experiencia, pero es una intimidad éxtima, siempre referida al otro, a los
otros. El hablante de España aparta de mí
este cáliz de César Vallejo dice “cuéntame lo que me pasa”. Es el otro el
que le da letra para saber algo sobre sí mismo, no es el yo.
¿Cómo surgen tus
poemas?
No sé, ni siquiera sé si surgen. Me gustaría que estuvieran
siempre a la mano, que no tuvieran que surgir de alguna fuente de inspiración. Me
gustaría encontrármelos a tiro, vivir “entre” ellos, no tener que ir a
buscarlos. Pero bueno, para eso habría que poder dar un gran salto, habría que
poder liberarse absolutamente de los
presupuestos de lo que creemos que es lo “literario” en relación a lo que creemos
que no es. Ese círculo de tiza nos mantiene encerrados en un ghetto, el ghetto
de la literatura, por eso escribir suele resultar algo esforzado, difícil,
trabajoso….
¿A qué edad
comenzaste a escribir?
Creo que alrededor de los 17 años, ya no me acuerdo. Sé que
cuando empecé filosofía pensé enseguida que me iba a dedicar a escribir
ensayos, lo de la poesía vino un poco después.
¿Quiénes fueron tus
maestros?
No es que fueron y los puse en un museo, son y siempre van
cambiando. Todos los que leo y me provocan ganas de escribir se transforman en mis
maestros. A veces son mucho menores que yo, otras son mucho mayores. Hay
obvios: Girondo, Vallejo, Lezama. Y otros no tan obvios: Roberta Iannamico,
Mario Levrero, Osvaldo Lamborghini, los que me van acompañando hoy. Mañana
veremos.
En El ghetto volvés a tus orígenes, pero
allí la tradición se mezcla. ¿Cuál es el significado de la palabra ghetto? ¿Cómo trazás el territorio
generacional? ¿Cómo te ubicás en a esa tradición? ¿Qué tanto le pertenecés?
Ghetto es lo que siempre está para ser saltado, el
alambrado, el círculo de tiza. Hay que perderse de la familia, trazar un territorio
para después abandonarlo. Con la tradición pasa lo mismo, hay que absorberla y
después soltarla. Por eso lo de neoborroso, hay que borrar los ghettos, pero
para eso hay que haberlos dibujado como preciosas iglesias barrocas. El ghetto,
si nos ponemos psicoanalíticos, también es el padre, el apellido, ése que uno
certifica cuando firma un libro pero que también borra para poder escribirlo,
porque si nos creemos que realmente somos ése que firma, estamos sonado. Diría
que escribir es borrar con el codo lo
que se firma con la mano. En ese neoborramiento se borra-escribe
(escriborrotear es un verbo maravilloso que inventó Pizarnik)
¿Considerás que Tango Bar es un libro de vanguardia?
La palabra vanguardia no me gusta, a pesar de que respeto
ciertas rupturas vanguardistas de principios del siglo XX. No me gusta porque las
vanguardias son siempre programáticas, suponen una preceptiva, un manifiesto y
eso suena un poco militar. No sé por qué Tango
Bar sería un libro vanguardista, nunca lo había pensado por ahí. No creo
que haya más “experimentación” –palabra que detesto- que en otros libros míos,
pero por ahí sí, qué se yo. Hay mucho intertexto con el tango que no está
declarado, a lo mejor eso genera un efecto vanguardista. Me acuerdo que en una
reseña que salió en un diario me criticaron una rima consonante que
consideraron muy naif en los versos “te digo/ que soy tu amigo/ y tiro el carro
contigo” y que en realidad son
interpolaciones del tango Discepolín
de Cátulo Castillo. Tal vez ese desplante provoque un efecto vanguardista ¿no?
El reseñador, sin darse cuanto, estaba criticando, a través de mi poesía, a un
maestro de los letristas del tango, cosa que a lo mejor nunca hubiera hecho de
haberlo sabido. No hubiera sido políticamente correcto, claro.
De tu trabajo como
ensayista: ¿Hasta dónde es posible escribir sobre poesía?
La poesía no se dobla ni se rompe. No es un género frágil
del que no se pueda decir nada, eso sería mistificarla, creer, como le pasaba a
Heidegger, que el poeta es un iluminado que tiene la verdad y que sólo él sabe
lo que hay que decir. Claro que se puede escribir sobre la poesía, aunque
algunos críticos no se animen porque dicen que no la entienden, no la entienden
porque la respetan demasiado y por eso no la pueden leer, no se animan a meterse
adentro. Si te metés en la poesía de los otros (esos que yo llamo maestros) lo
único que merece hacerse, casi automáticamente, es dar testimonio de esa
experiencia.
En Solos y solas incluís el habla de toda una generación. ¿Cuál es
la importancia de la oralidad como símbolo o expresión de la realidad?
La oralidad no es un adorno o un artificio, no es algo
decorativo que uno mete o saca porque está de moda hacerlo o porque el texto te
queda más o menos lindo, la oralidad es la marca subjetiva de la lengua, lo que
le aporta a la lengua su ritmo, su latido. Lo oral no son las hablas, es el
sujeto mismo hablando, es la vida de ese sujeto lo que se escucha en la
oralidad. El lingüista Henri Meschonnic
dice que la escritura misma es la invención de la propia oralidad.
¿Dirías que en tu
escritura espacio público y privado se oponen?
No sé en qué sentido me lo preguntás. Te decía que los
binarismos me asustan, ¿cómo sería lo público opuesto a lo privado en poesía? “Cuéntame
lo que me pasa”, te decía que dice
Vallejo. A él, en España aparta de mí
este cáliz, que es un testimonio sobre la guerra civil española, el que le
da letra es, paradójicamente, el republicano analfabeto que, cuando está viniendo
la guardia civil a matarlos, escribe con b larga “abisen a los compañeros”. Es
el interlocutor público que le aporta la lengua de todos a lo privado, le
aporta la oralidad que es subjetiva, no por nada dice Vallejo “la v dentilabial
que vela en él”.
¿Qué se siente escribiendo
desde el exilio?
Hay una libertad, una impunidad, en el sentido de que uno no
tiene interlocutores muy claros y escribe como en el vacío, a ciegas. En el
propio país se escribe para los pares, para cierto grupo, para algún “maestro”,
para la posteridad. Eso lentifica un poco la producción, aunque por otro lado
le da sentido. Además, afuera la lengua siempre es otra, aunque sea el español,
como en mi caso que viví unos años en México, se trata de otro español y eso
impregna la oralidad de otras voces. Es raro, sirve por un período acotado,
pero al fin hay que reconocer que sin volver –aunque más no sea de una manera
simbólica- no se escribe, sólo se padece la latencia de la espera, se vive un permanente
impasse.
De todos los libros
que escribiste ¿cuál es el que más te gusta? ¿Por qué?
Al revés de lo que me pasa con mis propias fotos, con los
libros siempre el que más me gusta es el último. Es el pan fresquito recién
salido del horno, es lo que recoge nuestras pasiones más cercanas, lo que nos
acaba de hacer felices. No es que ese libro sea mejor que los anteriores. Uno
con los libros, como con los hijos, no tiene, por suerte, la capacidad de decidir si alguno es mejor
que otro.
© silvia camerotto
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